
por Primavera Fraijo
28/03/2025 20:04 / Uniradio Informa Sonora / Columnas / Actualizado al 28/03/2025
Por Primavera Fraijo
El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf caminó hacia el Río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. No hubo dramatismo, solo la determinación de quien ha librado demasiadas batallas internas y ya no encuentra fuerzas para una más.
Tenía 59 años de edad, un trastorno maníaco depresivo y una mente demasiado lúcida para un mundo que aún no sabía qué hacer con quienes cargaban con tormentas dentro. (No es que actualmente el mundo haya cambiado mucho)
Nos dejó su literatura como herencia. Y en esa literatura, fragmentos de sí misma, de su mente que a veces se sentía como una habitación sin ventanas.
Entre todas sus obras, hay una que no siempre recibe la atención que merece: "El cuarto de Jacob" (1922).
No es una novela convencional. No esperen un argumento lineal, ni una historia que los lleve de la mano. La autora nos invita a reconstruir a "Jacob Flanders" a través de los ojos de quienes lo conocieron.
Seguimos al protagonista en su infancia, en sus años universitarios, en su viaje a Grecia... pero nunca lo terminamos de conocer del todo. Porque "El cuarto de Jacob" no trata solo de él, sino de la ausencia, de la memoria, de las sombras que dejamos en los demás cuando nos vamos.
Y en eso radica su belleza. Virginia nos obliga a mirar más allá de las palabras, a sentir el peso del tiempo y del olvido, a preguntarnos cuántos de nosotros somos, en realidad, apenas la huella que vamos dejando en otros.
Leer a esta entrañable escritora es como espiar pensamientos ajenos, como intentar atrapar el humo de un recuerdo.
Quizá por eso me duele tanto leerla. Porque, de alguna forma, la entiendo. Yo también cargo con una enfermedad que, a veces, me deja sintiéndome una silueta borrosa en el mundo. Una eterna nostalgia, una sombra que camina entre el ruido sin terminar de pertenecer.
Y me pregunto... ¿qué habría sido de Virginia si hubiera nacido en otra época? Si alguien hubiera sabido sostenerla. Si hubiera tenido un espacio seguro, una Habitación propia, un nombre para lo que sentía, una mano que la frenara antes de llegar al río.
A veces, quisiera viajar en el tiempo y estrecharla. Decirle que entiendo. Que comprendo más de lo que me gustaría aceptar. Que la soledad duele menos cuando se comparte.
Pero no tengo una máquina del tiempo. Lo único que puedo hacer es leerla, honrarla, recordarla. Y, sobre todo, resistir. Porque si algo he aprendido en este camino es que hay días en los que el peso de los bolsillos parece insoportable... pero también hay días en los que la corriente nos lleva hacia la orilla.
Y si algún día me pierdo, espero que mi historia también se quede en las huellas de quienes me han amado. Como el cuarto vacío de Jacob. Como la melancolía de Virginia. Como la certeza de que existimos en las palabras que dejamos atrás.
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