Los panquequis
@chefjuanangel
Sobre la estufa de color amarillo se encontraba una vieja y destartalada campana que a diario iluminaba ollas, sartenes y cacerolas, permitiendo que aquellos deliciosos platillos cocinados para desayunar comer y cenar estuvieran en su punto.
Era una noche de invierno y hacía tanto frío, que la puerta del patio estaba cerrada (cosa que raramente sucede en los pueblos, ya que las puertas generalmente siempre están abiertas).
-¡Vete a bañar Juan Ángel!-
-¡Ahi voy amaaá!
Pasaron los minutos, hasta que escuché aquel ruidajo glorioso, la mejor alarma para predecir una fritanga deliciosa; mi mamá había encendido no solamente la luz amarillenta de la campana, también había presionado el botón del extractor, que generaba un ruido salido de los castigos del holocausto. Inmediatamente tomé una toalla, calzones, pijama y un par de calcetines; corrí al baño y sin esperar que saliera el agua caliente me metí a la regadera, en un santiamén ya me había enjabonado y enjuagado hasta el rincón más oculto. Salí temblando de frío, me sequé y vestí rápidamente, puse las sandalias encima de los calcetines para no resbalar mientras corría directo y sin escalas a la cocina.
- Ay Juan Ángel, no te secaste bien la cabeza, la traes escurriendo-
En la cocina, mi mamá sujetaba una sartén de peltre azul claro, mientras vertía una buena cantidad de aceite para freír; sobre la barra de azulejos amarillos había una palangana de plástico color naranja que contenía una masa pegajosa; alrededor se podían divisar restos de harina, espaura, sal y algunas gotas de agua: mi mamá sujetó una cuchara de peltre blanco con mango azul y la sumergió en la masa, tomó una porción y la depositó sobre el aceite caliente. Aquello era una de las más gloriosas y suculentas aromas sobre la faz de la tierra, de inmediato los panquequis empezaron a inflarse mientras obtenían un dorado perfecto; en ese momento, ya estaban también en la cocina mi papá y mi hermano, eran las ocho de la noche, tiempo de cenar. Contiguo al sartén cargado de panecillos, hervía fervientemente una olla con frijoles caldosos hasta los bordes. El banquete que íbamos a disfrutar estaba reservado solamente para la cena de aquellos días de frío, en los que el cuerpo necesitaba calentarse con un panecillo recién hecho remojado en frijoles.
Años más tarde, una mañana de domingo a finales de enero, retumbó nuevamente aquel motor extractor ¡¿Qué estaba pasando?! El reloj apenas marcaba las siete de la mañana. Abrí los ojos de inmediato, traté de ubicarme en el tiempo, confirmé que no era de noche ¡Acababa de amanecer! Sin quitarme las lagañas ni lavarme los dientes abrí la puerta del cuarto, corrí a la cocina y vi a mis papás tratando de descifrar las instrucciones escritas al reverso de una bolsa de papel: con diccionario inglés-español en mano.
-Mira vieja, dice que lleva dos huevos enteros-
-Ay no viejito, si le echamos tanto huevo van a quedar hediondos-
En la estufa no estaba el sartén de peltre azul ni la olla de los frijoles, en su lugar había un sartén nuevo que brillaba desde el mango hasta los bordes y junto a él una palita de madera fabricada por mi papá en la carpintería. Después de varios alegatos, sobre aquel sartén cayó una porción de masa que de inmediato desprendió un delicioso aroma, no era el de los panquequis, aquello parecía un pastel, al que nombré el pastelito de la negrita. En la bolsa de harina estaba impresa una mujer de piel oscura, con lo que parecía un turbante ceñido en la cabeza, y una mirada que invitaba a sentarse a la mesa.
-Deben estar muy buenos, porque salió cariñosa la bolsa- dijo mi papá. Aquella harina para hot cakes la había comprado a la Nieves, una fayuquera que traía gran variedad de productos gringos para vender en la Capital del Mundo. Cuando terminaron de cocinar, nos sentamos a la mesa, papá tomó un frasco con miel de abeja, y siguiendo la indicación de la imagen impresa en la bolsa, bañó los hot cakes y empezamos a comerlos junto a una taza de café con leche. A partir de ese momento se instauró en casa "el domingo de hot cakes", que con el paso del tiempo se fueron modificando conforme a las nuevas harinas que llegaron a que Abelino, el abarrotes más cercano.
Ese domingo, todos entendimos que la campana de la estufa debía encenderse con más frecuencia, todos estábamos ávidos de escuchar con mayor frecuencia aquella "alarma" ruidosa que predecía una comida en familia envuelta en chistes, ocurrencias, risas, dos horas de "En familia con Chabelo" y muchos hot cakes con miel de abeja. En la vida familiar siempre es necesaria la comida que nos reúne, no sólo por el hecho de coincidir en la mesa, sino por la importancia de involucrarnos todos en la preparación, aun cuando solo seamos meros espectadores de lo que sucede en la cocina. La comida en familia no debe resumirse al acto de sentarnos para deglutir, debemos ser parte de la preparación y disfrute para después platicar mientras alimentamos el cuerpo con una escena que seguramente quedará en nuestro recuerdo.
Chef Juan Angel Vásquez - Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.